Por Gabriela Exilart
Fragmento del primer capítulo del nuevo libro romántico de Gabriela Exilart, que acaba de publicar el sello Plaza & Janés
-No debes temer a las ovejas, niña -la voz del abuelo, ronca, pausada, tenía el poder de sedarla-, ellas son incapaces de hacer daño, apenas saben defenderse.
-¿De verdad? -interrogó la pequeña, abriendo sus ojos con exageración-. ¿Y si alguien las ataca?
-Sólo les queda correr -replicó el veterano, incapaz de decirle que ni siquiera eso las salvaba de una muerte segura.
-De modo que si me acerco a ellas… ¿no me harán daño?
La carcajada del anciano resonó en la estancia.
-No, Juli, no te harán nada. -Acarició con su mano ruda y áspera los rizos de la pequeña-. Mañana mismo iremos al corral y buscaremos un corderito para ti.
-¿Lo dices en serio?- Los ojos hablaban más que su vocecita infantil y cantarina.
-Tu abuelo nunca miente -aseguró don Eugenio.
Quince años habían pasado desde aquella conversación; sin embargo, Julia la recordaba textualmente. Acodada sobre las maderas del cercado observaba al nuevo capataz de la estancia. Era un hombre maduro, rondaría los cuarenta años, y ella, a sus veintidós, lo veía mayor. Pese a ello, se sentía atraída por él. El mayoral había llegado hacía diez días, y ya se movía entre los peones de la cuadra como pez en el agua. No había tenido problemas a la hora de imponer su autoridad entre los antiguos jornaleros. Más de uno había fantaseado con ocupar su lugar a la muerte de Ruperto, que había estado al mando durante casi treinta años. Sin embargo, don Eugenio había traído un forastero.
Ajeno a la observación de que era objeto, Martiniano continuaba arreando las ovejas desde la manga al corral.
-¡Julia! -la voz del abuelo la sacó de su ensueño y miró en dirección a la casa principal. Tuvo que hacer sombra con su mano, había olvidado el sombrero dentro, y divisó al anciano, apoyado sobre su bastón, que le hacía señas.
Trotó hacia él y al llegar le dedicó una sonrisa.
-¿Qué ocurre? -su voz seguía siendo cantarina, aunque ya no era la de una niña.
-Debes ir al pueblo, se nos acabaron las provisiones y se viene la tormenta.
-Está bien, llevaré a Joaquín para que me ayude. -La jovencita ingresó en la casa y tomó su birrete, que estaba colgado en el perchero-. ¿Las llaves de la camioneta?
El anciano metió la mano en su bolsillo y se las entregó. A su setenta y cuatro años, todavía conducía, pese a que sus reflejos habían menguado y la vista a menudo le jugaba bromas pesadas.
-Sabes lo que tienes que traer -gritó el anciano, pero Julia ya corría hacia los fondos, a buscar al muchacho para que la acompañara.
Don Eugenio sacudió la cabeza y avanzó hacia el establo, meditando sobre el futuro de su nieta. “¿Qué será de ella cuando no esté? Tendría que haberla enviado a la ciudad, para que estudiara y se puliera un poco”, se lamentó.
Río Gallegos distaba cincuenta kilómetros de la estancia Don Eugenio, que Julia recorría una vez al mes en busca de las provisiones. Luego de más de una hora de un viaje silencioso, dado que el peón que solía acompañarla no era amigo de las conversaciones y menos con la nieta del patrón, arribaban a la ciudad, donde pasaban horas en La Anónima, buscando calidad y precio.
Todo el comercio pasaba a través del almacén de ramos generales, que al mismo tiempo era “hotel”, estafeta de correo y estación policial. Allí se vendía y compraba todo, desde un alfiler hasta un Ford T.
En 1920 casi todos los almacenes, desde el río Colorado hacia el Sur, pertenecían a la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia, fundada en 1908 por la fusión de las sociedades José Menéndez y Braun y Blanchard. La Anónima, como se la llamaba, fijaba los precios y las condiciones de compra y venta. A través de La Anónima llegaban los suministros, la ropa, los remedios, los alambrados, la nafta, los repuestos, los periódicos y la correspondencia. Y a través de ella se iban la lana, las pieles, las plumas y los grandes arreos para los frigoríficos.
El estanciero estaba obligado a comprar y vender al precio que La Anónima le fijaba, y también a transportar en los barcos de la compañía, dado que hacia fuera, lo único que había eran los transatlánticos a Europa y Chile, y la línea de cabotaje a Buenos Aires era servida principalmente por los barcos de La Anónima.
La camioneta Ford volvía inclinada de tantos bultos que traía, y el trayecto por los caminos polvorientos se hacía más lento. A Joaquín le extrañó el silencio de la muchacha. “Mejor así”, pensó, no tenía ganas de escuchar las mismas canciones melancólicas que la patrona entonaba en cada viaje. El muchacho había nacido desprovisto de una mínima cuota de sensibilidad, por lo tanto, que Julia cantara lo ponía de muy mal humor.
Ella conducía silenciosa, absorta en su propio mundo, ajena a la belleza del paisaje que la rodeaba. A la izquierda, el mar rumoroso y bravo se levantaba en olas de coronas blancas y el silbido del viento entonaba su propia canción. Estaba preocupada, había oído a través de las paredes una conversación entre su abuelo y Martiniano. El precio de la lana había caído estrepitosamente: de $ 9,47 a $ 3,08. Los estancieros latifundistas habían aprovechado la crisis de la Primera Guerra Mundial; sin embargo, tras el fin de la guerra, la cotización volvía a la normal en tiempos de paz, generándose una alarmante desocupación a causa de la caída de la demanda mundial. El mercado británico estaba abarrotado, habían llegado a Londres, procedentes de Australia y Nueva Zelandia, dos millones y medio de fardos. La lana patagónica no había tenido esa suerte: ni siquiera había logrado salir de los puertos argentinos.
El abuelo había mencionado la posibilidad de despedir jornaleros, de modo que la cosa era más grave de lo que Julia había supuesto en un principio. Martiniano había sugerido aguardar hasta la próxima zafra de la lana; después de todo, sólo faltaban dos meses para la primavera y tal vez la crisis se revirtiera.
Don Eugenio también estaba inquieto por el descontento de los peones, que se estaban dejando llevar por ideas traídas de afuera y reclamaban por sus derechos.
Los trabajadores organizados en estructuras sindicales estaban influenciados por la Revolución Rusa de octubre de 1917, y venían protestando contra las injusticias. El año anterior había estallado en Buenos Aires la llamada Semana Trágica. Cuando los trabajadores industriales se levantaron, el presidente Yrigoyen dejó que la oligarquía reprimiera a través del ejército y los comandos de los “niños bien”. Y cuando los trabajadores rurales del sur exigieron firmemente una serie de reivindicaciones, amenazando con salir del cauce meramente sindical, el presidente dejó que el ejército reprimiera, defendiendo los intereses de los latifundistas.
Pese a que participaba bastante de los asuntos de la estancia, Julia no sabía de las condiciones en que los patrones obligaban a los peones a trabajar. Sí era consciente de que arreaban majadas con 18 grados bajo cero, pero desconocía que los esquiladores concluían jornadas de 16 horas con los brazos agarrotados y que los obreros trabajan 12 horas por día 27 días al mes.
El abuelo fingía darle responsabilidades cuando en verdad la tenía relegada a cuestiones domésticas, como encargarse de la compra mensual de insumos, tarea que la muchacha desempeñaba a la perfección, y la administración de la casa. A veces le pedía que lo acompañara en los arreos, dándole importancia, sólo porque quería acallar su instinto salvaje. A Julia le gustaba montar y perseguir a las ovejas descarriadas, y de tanto en tanto don Eugenio la convocaba para la tarea, así la jovencita no protestaba.